Grinch

Otra vez diciembre, se acerca una nueva ronda de fiestas y como si de una alergia se tratara, a mi me da de todo, menos alegría...

Las calles atestadas, la música rumbera a todo volumen, las luces de colores, el rojo y el verde por doquier, Papá Noel, el "Niño Dios", los villancicos, las "promociones" que no son otra cosa que un enorme anzuelo esperando que te lo tragues, las sonrisas, tan grandes, que parecen impostadas en los rostros... Todas esas cosas me hacen querer irme a vivir a Corea del Norte durante al menos unos tres meses cada año.

Dicen que cada quien habla de la fiesta, según como le va en ella, y pues en mi caso, no fue sino hasta hace unos diez años que me di cuenta de lo mal que me fue a mi. Comencemos...

Los recuerdos que tengo de esas épocas de navidad y fin de año son más bien pocos, pero los que hay son indelebles, en la casa Vargas durante esos meses, la tensión se hacía más evidente por una simple razón, la familia Vargas Girón no éramos otra cosa que seis extraños compartiendo un techo y un apellido. No exagero... por más que revuelvo mi memoria no logro encontrar un momento en el que nos hayamos visto como una familia en la que hubiese un mínimo halo de amor entre sus miembros... por lo tanto en las vacaciones de fin de año era aún peor, porque estábamos metidos en la casa todo el tiempo, el único que tenía una ruta de escape era papá, por el trabajo

En cuanto a mamá... ella, desde el 1 de diciembre, subía su ki de stress en uno o dos niveles, pues ella estaba tan obsesionada con que todo fuera perfecto en la casa durante las fiestas, que nos convertía a todos en los esclavos de sus pretensiones. Era un ritual, desde la desempolvada de las cajas con todos los componentes de los imponentes pesebre y árbol de navidad, que eran disfrutados por todo el puto barrio, menos por los hijos de la Señora Olma, pasando por las comidas y dulces para cada novena, hasta la cena de noche buena y año nuevo.